Pineta Fotografía de Alfonso Ferrer |
El
coche abandonó la oscuridad del túnel mientras yo apagaba las luces de cruce.
Ante mí tenía el espectáculo de esas montañas que tanto quería: los Pirineos de
Huesca.
Instintivamente
giré la vista hacia el asiento del copiloto y recordé su expresión de alegría
al contemplar aquel maravilloso paisaje.
Pero
ahora ella ya no estaba. No me podría acompañar nunca más. Me había dejado. Se
había marchado a un lugar tan lejano desde donde no es posible regresar.
Éste
iba a ser nuestro último viaje a esas montañas. Era demasiado doloroso recordar
y pasear por los lugares donde habíamos sido tan felices y donde un día la
fortuna quiso que nuestras vidas se cruzasen.
Pero
se lo había prometido. Ella me dijo que quería quedarse entre estas montañas
para siempre y me había hecho partícipe de ése su último deseo. No le podía
fallar, por muy duro que me resultase.
Ante
mí, otra vez aquella sinuosa carretera que tantas veces habíamos recorrido
juntos rumbo hacia “nuestra” casa de turismo rural. Nuestro hogar durante
tantos y tantos fines de semana.
Allí
estaba: el cruce. Marqué con el intermitente derecho mi desvío y enfilé aquella
recta flanqueada por robles y hayas. ¡Cómo habría disfrutado con aquel
espectáculo otoñal! Bajé la ventanilla y el olor a humedad y a hojas secas
volvió a traerme mil recuerdos. Pero ella, ya no estaba.
Tras
la curva, apareció el pueblo. Y en lugar destacado aquella casa. Más recuerdos…
Allí
estaba Elisa esperando mi llegada. Aparqué, bajé del coche y me acerqué a ella.
No hicieron falta palabras. Me abrazo y me susurro un “no sabes cuánto lo
siento”.
¡Cómo
no iba a sentirlo! Habían sido muchas tardes de charla, risas, anécdotas y
confidencias junto al hogar los tres juntos. Nunca más. Nunca más podríamos
volver a reunirnos. Porque ella ya no estaba, se había marchado.
Volví
a entrar en aquella casa. Más recuerdos… Su imagen en todos y en cada uno de
los rincones: junto a la ventana, sentada en el sofá o contemplando en silencio
el crepitar de la leña. Parecía como si estuviera allí.
Subí
a “nuestra” habitación. Me cambié de ropa me calcé las botas y cogí entre mis
manos aquello que era lo único que me quedaba de ella. Tenía que hacerlo, ella
me lo había pedido.
Salí
al exterior y eché a andar adentrándome en el bosque ascendiendo sin descanso
hasta aquel mirador, “nuestro mirador”. Allí fui consciente de que aquel iba a
ser nuestro último instante juntos:
Adiós,
hasta siempre. Éste ha sido nuestro último viaje.
VIENTO DEL NORTE