Siete pájaros se han posado en el dolmen. Cuervos de sombra alargada, negra y
misteriosa, como la del dolmen que dibuja símbolos mágicos sobre la tierra
solitaria.
Jóvenes cogidas de las manos se acercan cantando,
blanca luna es su piel, cielo dormido sus ojos y mies sus largos cabellos al
viento; collares de flores rojas acarician sus pechos desnudos cuando la danza
hechicera comienza alrededor del dolmen milenario.
Tras un corto caminar del astro Sol, los negros
cuervos permanecen quietos mirando a las siete mujeres. En ese instante, ni el
dolmen, ni los cuervos, ni las jóvenes tienen sombras. El sol se ha ocultado,
permanece límpida una luz rojiza, han cesado los trinos de las aves, y las
hojas de los árboles han dejado de temblar.
Unidas en corro con los brazos levantados, permanecen quietas
como los cuervos quietos. Todo el valle es un viento quieto, carmesí, que cubre
el último aliento de la tierra.
Los colores verdes del pinar se acercan en círculos
seguidos por los ocres otoñales arrancados a los troncos y ramas que escapan de
los azules del atardecer. Se han colocado envolviendo a mujeres, cuervos y al
dolmen que brilla con fulgor de oro.
Las montañas, los ríos, el valle y el infinito parece
que llevan, olvido, tristeza y desolación. Torbellinos de color y silencio, son
últimos suspiros en la orilla sin origen de la eternidad.
La noche está llegando de puntillas, la luna grande,
con su luz, da tintes de tragedia bordada con sus rayos blancos que cada vez se
hacen más espesos. Han penetrado la esfera que envolvía a los siete cuervos, a
las siete jóvenes y todo estalla. Los colores retornan a su sitio; los cuervos
inician el vuelo; las muchachas, camino del río. Al llegar a sus aguas se
sumergen. Convertidas en espuma acarician piedras y orillas, camino de un
próximo atardecer.
LA MUECA JADE
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